Dante Sica: «Cuando Trump habla de ‘un país que se está muriendo’, en realidad está describiendo una economía en transición».

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«Decir defender a los trabajadores sin querer discutir una reforma laboral es hipócrita». Son las palabras del socio fundador de ABECEB y exministro de Producción y Trabajo, Dante Sica.

Ramiro Gamboa22 octubre de 2025

El niño que jugaba a la pelota en la vereda de La Plata, descendiente de una familia italiana tan amplia como efusiva, y el paisaje de una casa chorizo donde convivían radicales y peronistas. Ese niño terminó con dos títulos de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) —contador en 1985 y economista en 1986— y un oficio: leer la economía real desde cada sector.

Sica creció cerca de su familia ampliada, con una madre maestra reconocida en La Plata que transformó la casa en aula: llegaban hasta veinte chicos por día para apoyo escolar; no sólo les explicaba las materias, también acompañaba y enseñaba a estudiar. Su padre, ligado a la construcción, tuvo su propia empresa que también recibió los golpes de las crisis económicas argentinas. Ese origen —clase media, cultura del esfuerzo, barrio de pertenencia— le imprimió un tono directo y un apego por la pragmática más que por la doctrina.

En la adolescencia, además, hubo una educación sentimental paralela: el rock argentino. «Desde chico fue uno de mis principales ídolos», recuerda sobre Luis Alberto Spinetta. Sus primeras noches de rock: Pescado Rabioso y Aquelarre en el Club Atenas de La Plata. Años más tarde se hizo amigo de Emilio del Guercio y Héctor Starc.

De aquellos años Sica conserva una foto de Spinetta tomada por él mismo y colgada en la oficina actual. La imagen lo ha acompañado cada vez que ocupó un cargo público. Amuleto estético y afectivo. Y hay otra estampa que vuelve: una noche de primavera, al aire libre, en las Barrancas de Belgrano; convocatoria casi espontánea, espíritu juvenil, clima de rito compartido. «El espectáculo del Flaco fue fenomenal», evoca.

El ingreso a la UNLP, a comienzos de los años ochenta, coincidió con la primavera alfonsinista. Sica fue parte de la efervescencia universitaria, de la fundación del Centro de Estudiantes y de una militancia de pasillos que, con los años, se transformó en política pública aplicada. «Tuve grandes profesores», dice, y enumera, entre otros, a Alberto Porto, Ricardo López Murphy, Jorge Remes Lenicov, Adolfo Sturzenegger. Hizo las dos carreras. Y esa doble mirada —contable y económica— se volvió un sello. Además, Sica cursó estudios de posgrado en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en Chile.

A fines de los ochenta y durante los noventa, la biografía se ordena con cargos que en la actualidad remiten prácticamente a una escuela de administración pública: Sica fue director de la Subsecretaría de Programación y Desarrollo bonaerense, Vocal del Consejo Directivo del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), Coordinador Nacional de la Pequeña y Mediana Empresa de la Secretaría de Industria de Nación y luego fue Secretario de Industria del Ministerio de Economía, cargo que ocupó durante el gobierno de Eduardo Duhalde.

En 1991, cofundó el Centro de Estudios Bonaerense, germen de la actual consultora ABECEB. Hacia 1998, el Centro se transformó en servicios de consultoría porque la «demanda de trabajo ya excedía la lógica de una ONG». El foco: leer cadenas de valor, trazar agenda sectorial y conversar con empresas, cámaras y Estado. «ABECEB se reinventó porque la demanda ya requería un enfoque más profesional», explica Sica. Y agrega: «Nos distingue poder entrelazar los cambios internacionales y la macro local con los ecosistemas productivos».

La vocación por «lo sectorial» se cultivó en 1994 cuando conoció a Vittorio Orsi, referente de las industrias de la construcción y la energía de la Argentina y su mentor: «Siempre me insistió en que había que mirar más los temas sectoriales y trabajar sobre ellos». El sector automotor —terminales, autopartistas, logística— se volvió su expertise. De ahí proviene su idea fija: especialización inteligente con exportaciones como norte.

La crisis de 2001 colocó a Sica en el corazón del Estado. Junto al entonces ministro de Economía de Rodríguez Saá, Rodolfo Frigeri, fue designado para elaborar el presupuesto 2002 y, luego, se desempeñó como Secretario de Industria en el gobierno de Eduardo Duhalde. Sábado y domingo se confundían con lunes: urgencias, tensiones y, al mismo tiempo, decisiones que dejaron huella. «Tomamos medidas importantes para el sector automotriz que marcaron la reconstrucción posterior con un perfil más exportador. También trabajamos en bienes de capital y en la relación con Brasil. Logramos despejar muchos problemas, especialmente en el sector textil».

—¿Cómo fue esa experiencia en la salida de la crisis?

—Muy tensa. Había que ordenar la coyuntura con una mirada de mediano plazo, sabiendo que venía la recuperación de la inversión. El día a día eran urgencias.

En junio de 2018 regresó al gobierno nacional como ministro de Producción y después en simultáneo también de Trabajo en la presidencia de Mauricio Macri. Otra vez, tormenta macro. «Intenté mantener una mirada estratégica y, al mismo tiempo, avanzar en cambios estructurales profundos. Había que actuar sobre la coyuntura para minimizar los costos de actividad y empleo, sin dejar de lado reformas regulatorias que dieran más competencia a los mercados. Lanzamos el programa «Argentina Exporta», trabajamos en la reducción de los costos impositivos y atendimos los impactos más inmediatos de la crisis. La frustración fue no poder avanzar con una agenda de cambios más profunda que habíamos pensado para un eventual segundo mandato de Mauricio», recuerda Sica. «Macri me decía en broma: ‘Vas a poner en el CV que sos piloto de tormenta’».

A contramano de la época, Sica no tiene Instagram ni X personales. Sólo WhatsApp. «Puede ser una rareza —admite—, quizá un rasgo generacional. No lo vivo como una limitación».

En la actualidad vive en Villa Elisa, en La Plata, y alquila un departamento en el centro porteño para los días de trabajo en la ciudad. «Desde la pandemia paso más tiempo en La Plata». Hincha de Gimnasia y Esgrima desde la niñez —los tíos le transmitieron la pasión por el Lobo—, sus domingos eran de cancha. Así es Sica, un hombre de grandes pasiones. Lo da todo. En el trabajo y en el club.

Y en las melodías. En el escritorio, la foto de Spinetta sigue siendo faro. En la mesa, borradores de proyectos y cuadros de proveedores. Cadenas, inversión, competencia. El pulso de la época también vibra en ese escritorio. La vitalidad de Sica se juega en un mismo sueño: la intuición de que, con reformas consensuadas, la Argentina puede dejar la grieta improductiva y desarrollarse en serio. A continuación, comparte su mirada en esta semana crucial con El Economista.

—¿De qué forma describiría el desempeño de la industria automotriz en el contexto económico actual?

—La industria automotriz atraviesa un proceso de reconversión y, si se quiere, de profundización de la matriz de especialización de los últimos años. Nuestra producción está hoy mucho más orientada a la exportación, y la Argentina se está consolidando como un hub mundial de pick-ups. A nivel global, la industria automotriz local ocupa aproximadamente el puesto 26, pero en producción de pick-ups somos el cuarto país del mundo. Todavía lejos del tercero, China, aunque con una especialización muy marcada.

Si se observa lo que exportamos fuera del Mercosur, el vehículo estrella son las pick-ups. Hacia eso avanzamos: hacia una plataforma de producción exportadora. A la vez, se está reconfigurando la oferta para adaptarse a la demanda interna. De cada cien autos que se venden en el país, setenta son importados y treinta se abastecen con producción local. Esa oferta se está transformando, con la incorporación de tecnologías que hasta 2023 no estaban presentes.

Se observa además un ingreso creciente de nuevos jugadores que, por el cierre de la economía, hasta hace poco no participaban: marcas asiáticas, en particular autos chinos, con distintas tecnologías. Todas las terminales están reacomodando sus estrategias; vuelven competidores que se habían retirado y aparecen otros nuevos. Empieza a verse una actualización tecnológica relevante, tanto en combustión como en otros sistemas.

De modo que, en los próximos cinco años —y especialmente con la vista puesta en 2029, cuando entrará en vigencia el libre comercio con Brasil—, estamos ante una etapa de reconfiguración: de aparición de nuevos actores y de consolidación del modelo argentino como exportador especializado en pick-ups.

—¿Cómo analizaría hoy la relación entre la Argentina y Brasil? 

—En general, la relación entre ambos países, en el marco del Mercosur, es importante en términos de comercio, aunque no ha logrado una profundización mayor por las propias limitaciones del bloque. Más allá de la diplomacia presidencial, durante los últimos veinticinco años los mandatarios de uno y otro país mantuvieron miradas distintas: Lula no se llevaba del todo bien con Kirchner, Dilma no se hablaba con Cristina Kirchner, Alberto Fernández no se hablaba con Bolsonaro. No es un fenómeno nuevo entre Milei y Lula. Aun así, con altibajos, las diplomacias funcionaron y los mercados se mantuvieron en movimiento.

Existen dos grandes tipos de problemas. Por un lado, las restricciones que impuso durante años la Argentina: controles, trabas al acceso a divisas, las IRA y otras medidas que afectaron el comercio. Por otro lado, el propio acceso al mercado brasileño, que sigue siendo un mercado cerrado. Cuesta mucho vender en Brasil por la cantidad de regulaciones que tiene. Es un país con una estructura más de mercado protegido que abierto, y eso impidió que el comercio bilateral se profundizara.

Si se analizan los flujos comerciales, más del 50 % del intercambio entre Argentina y Brasil corresponde al sector automotriz, donde existe un acuerdo que funciona. El resto varía: mucha energía, exportaciones argentinas de granos, exportaciones industriales en ambos sentidos. Brasil nos vende productos textiles; nosotros le vendemos alimentos. Pero a la Argentina le cuesta ampliar su participación por las restricciones propias del mercado brasileño.

En cuanto al Mercosur, en los últimos veinticinco años ha dejado bastante que desear. Por distintas razones: por la estrategia elegida —en buena medida impulsada por Brasil— de cerrarse sobre sí mismo para ganar competitividad y aprovechar su mercado interno. Esa estrategia nunca dio resultados, ya sea por error o por omisión de la política pública argentina.

Hoy, en cambio, la situación estratégica es distinta. La Argentina necesita, por las demandas globales y por los cambios en la arquitectura del comercio internacional —producto de las nuevas tendencias geopolíticas y de los desafíos climáticos—, acelerar su integración al mundo. En el último año y medio hubo avances: se firmó el acuerdo con la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA), estamos muy cerca de cerrar el acuerdo con la Unión Europea, aunque se requiere una velocidad mucho mayor. Para aprovechar la potencialidad del mercado internacional, la Argentina necesita una agenda más dinámica en materia de relaciones económicas internacionales. En el horizonte también aparece el futuro acuerdo de aranceles recíprocos con Estados Unidos, que será clave.

Hay un ejemplo interesante sobre las distintas concepciones de liderazgo. Siempre se le reprochó a Brasil que, siendo el país más grande del Mercosur, ejerce un liderazgo más bien limitado. Cuando el presidente Alberto Fernández viajó a verlo en 2023 para pedirle un swap de monedas, en un momento en que la Argentina atravesaba una fuerte escasez de dólares, Lula le respondió que podía darle cariño, pero no dineroEn cambio, cuando el gobierno actual argentino recurrió a Estados Unidos, Washington actuó como prestamista de última instancia, otorgó un swap y está interviniendo en los mercados. Son distintos estilos de liderazgo.

En síntesis: estamos en el Mercosur, debemos convivir y aprovechar su potencialidad, aunque la Argentina todavía encuentra muchas dificultades para hacerlo plenamente con el mercado brasileño.

—¿Podría decirse que el gobierno de Estados Unidos está actuando mejor que el de Brasil?

—Considero que sí. Esta última señal fue muy clara; al tener una mirada común en materia geopolítica, Estados Unidos dio una señal de apoyo muy fuerte.

—¿El gobierno de Milei, después del resultado electoral, puede reinventar su agenda con Lula y aprovechar mejor el vínculo bilateral?

—Argentina ya tiene una agenda planteada con Brasil y con el Mercosur. Desde un primer momento el gobierno marcó la necesidad de un Mercosur mucho más dinámico en materia de relaciones externas y acuerdos internacionales. Ése es uno de los pilares del programa de gobierno: estabilidad macroeconómica, proceso desregulatorio e integración al mundo. Uno de esos pilares —la integración— debe discutirse primero dentro del Mercosur.

—Participó en las negociaciones del acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea, en 2018 y 2019. ¿Qué vigencia tiene ese entendimiento y hay posibilidades de que Argentina crezca en su inserción internacional?

—El acuerdo que se va a firmar ahora, el mismo que cerramos en junio de 2019, tiene algunas modificaciones menores, pero no altera su matriz. Es un acuerdo importante, y más aún después de la invasión de Rusia a Ucrania y de la profundización de las tensiones geopolíticas y los desafíos vinculados al cambio climático. Es también un acuerdo muy necesario para la Unión Europea, que a través de él busca asegurarse un marco estable con proveedores confiables en materia de energía y alimentos.

Para el Mercosur, y especialmente para la Argentina, es además una señal poderosa para la atracción de inversiones. En los últimos dos años ha cambiado la percepción global: la Argentina dejó de ser vista como un país que genera problemas y empezó a ser considerada un país con potencial para ayudar a resolverlos.

Es, además, uno de los pocos países de la región —quizá del mundo— que reúne los cuatro grandes ecosistemas que concentrarán la demanda global en las próximas décadas: el alimentario, el energético, el minero y el tecnológico.

—Desde ABECEB siguen de cerca la actividad por regiones. ¿Qué diferencias observa entre el conurbano bonaerense y las otras provincias?

—En todo el norte, el sur y la zona cordillerana, los cuatro ecosistemas —energético, alimentario, minero y tecnológico— requieren inversiones globales. Nadie invierte en cobre o litio para vender en el mercado interno: todo se orienta a la exportación.

Ese proceso inversor se está concentrando en el interior del país y está modificando la matriz productiva, generando una fuerte demanda de proveedores. En cambio, en los grandes conurbanos —el Gran Rosario, el Gran Córdoba y el Gran Buenos Aires—, donde predominaban industrias orientadas al mercado interno, no se observa un fuerte movimiento inversor.

De todos modos, muchas de las demandas que surgen del desarrollo energético, minero y tecnológico requerirán que empresas del conurbano se conviertan en sus proveedoras. En el conurbano bonaerense la actividad se mueve principalmente a través de los servicios y la construcción, sectores que hoy enfrentan problemas de competitividad en términos regionales. Ése es el gran desafío hacia adelante.

En lugares como Neuquén, por ejemplo, se instalan unas veinte familias por mes. La llegada de inversiones exige redes de servicios, infraestructura, transporte y tecnología. Ese movimiento va a generar un efecto derrame que obligará a muchas empresas del conurbano a buscar oportunidades en esas cadenas. En cambio, el empleo y la actividad en los grandes conurbanos dependerán, además de la recuperación del ingreso, de la expansión de la construcción y los servicios.

—¿Considera que esas dinámicas económicas distintas pueden influir en el comportamiento electoral?

—En el corto plazo pueden influir, pero mi impresión es que la agenda de esta segunda etapa del gobierno de Milei estará menos centrada en la inflación —que de a poco empieza a ser vista como un dato— y más en la recuperación del ingreso y el empleo. La baja de la inflación fue importante en la primera etapa: para buena parte de la población significó dejar de caer. La estabilidad de precios permitió detener la caída y, cuando eso sucede, enseguida aparece la demanda de mejora.

La agenda económica, entonces, va a girar más en torno a la recuperación del ingreso. Ya no se trata, como antes, de impulsar el salario a través de emisión o incentivos artificiales que sólo generan inflación, sino de recuperar el proceso de inversión y crecimiento. Con más inversión hay más empleo y más productividad, y eso mejora los salarios de manera genuina.

—¿Cuál es su mirada sobre la reforma laboral en la Argentina?

—El debate está instalado, aunque falta mucho por discutir. Se necesita un debate legislativo serio. Hoy la Argentina vive, de hecho, un proceso de desregulación laboral informal, que solo genera informalidad. El país tiene prácticamente la misma cantidad de trabajadores formales que informales. La informalidad implica baja productividad, y la baja productividad deriva en salarios bajos.

Pensar que se defienden los derechos de los trabajadores, como plantea la CGT, negándose siquiera a discutir una reforma laboral, es hipócrita. En el fondo hay cinco millones y medio de trabajadores sin derechos. La Argentina tiene que modernizar su estructura laboral para otorgar derechos a quienes no los tienen. La reforma laboral no es quitar derechos: es dárselos a quienes están fuera del sistema.

—¿Cuáles identifica como las principales oportunidades de crecimiento exportador? ¿Cuáles deberían ser las medidas del gobierno al respecto? 

—La distinción entre «primario» e «industrial» proviene de las cuentas nacionales de la década del sesenta. Es una frontera cada vez más difusa. Cuando hoy se exporta un grano de soja, la tecnología y el proceso productivo detrás de ese grano no tienen nada que ver con los de hace treinta años. Hay investigación, desarrollo genético, agricultura de precisión, tecnología aplicada: todo eso es industria también.

Lo mismo sucede con la energía: ya no se trata simplemente de perforar un pozo vertical, colocar una cigüeña y sacar petróleo. Los procesos tecnológicos atraviesan toda la cadena. Cada exportación, incluso la de productos considerados «primarios», incorpora una gran cantidad de insumos industriales.

El problema es que, en los sectores más «industriales», la competitividad todavía es baja. Pero dentro de cada rubro existen exportadores dinámicos. Ahora bien, esos sectores necesitan reducir costos. El caso de la empresa Mabe es ilustrativo: sacar un lavarropa de la planta de Córdoba para exportarlo por tierra a Uruguay cuesta más caro que traerlo en barco desde China. En términos de eficiencia productiva, el lavarropa puede valer lo mismo o incluso menos en Córdoba, pero los costos logísticos lo vuelven poco competitivo.

e todos modos, la Argentina tiene una gran ventaja para atraer inversiones industriales orientadas a la exportación. Hoy las inversiones globales ya no buscan salarios bajos, como hace veinte años, sino energía barata y recursos humanos calificados. Los procesos productivos son cada vez más tecnológicos, con más automatización y más algoritmos, pero requieren energía accesible. Y en ese punto la Argentina puede destacarse por la magnitud de sus recursos: tendrá la energía más barata de la región. Mientras Brasil incorpora gas a más de US$12 el millón de BTU, en la Argentina hoy cuesta entre US$4 y US$5, y en los próximos años podría bajar a US$2,5. Comparado con Europa —donde el gas natural se paga entre US$10 y US$12 por millón de BTU—, la diferencia es enorme. Esta brecha —estructural y sostenida— representa una ventana de oportunidad para atraer inversiones tanto orientadas al abastecimiento del mercado interno como a futuros proyectos de exportación regional y de GNL.

La inversión que acaba de anunciar OpenAI, por ejemplo, no solo representa un ingreso importante de capital, sino también un flujo potencial de exportaciones. Cuando se instalan data centers o centros de minería de inteligencia artificial, se genera una demanda enorme de recursos humanos especializados. Eso convierte al país en un exportador de servicios basados en conocimiento.

—Donald Trump justificó la asistencia financiera a la Argentina diciendo que el país «se está muriendo» y «no tiene dinero». ¿Cómo interpreta esa afirmación?

—Hay que escuchar el concepto, no quedarse con la literalidad. La Argentina está en un proceso de transición. Viene de ser un incumplidor serial de contratos, con una macroeconomía profundamente desequilibrada, regulaciones excesivas y una inflación que estuvo al borde de la hiperinflación. Ahora está atravesando un cambio de régimen económico, buscando un nuevo equilibrio. Se intenta integrar más al mundo, regular los mercados, generar competencia y estabilizar la macro. La inflación está bajando, pero todavía es alta: 2% mensual, 30% anual, cuando el mundo tiene 3 o 4% anual.

Hay avances, sí: después de cuatro décadas, la Argentina acumula por primera vez un año y medio consecutivo de superávit financiero. Pero seguimos con impuestos distorsivos, muchos de ellos provinciales. Y pagamos la deuda con reservas porque aún no tenemos acceso al mercado de capitales.

En síntesis, estamos transitando una etapa de ordenamiento: la macro empieza a dejar de ser un problema, aunque todavía no puede darse por consolidada. Por eso, cuando Trump habla de «un país que se está muriendo», en realidad está describiendo una economía en transición, que intenta sobrevivir y entrar en una nueva etapa de libertad económica.

—El Tesoro norteamericano está jugando un rol central en la estabilidad del tipo de cambio. ¿Le preocupa ese nivel de dependencia financiera?

—En absoluto. Al contrario. Contar con un prestamista de última instancia que ayude hasta que el país pueda volver al mercado de capitales es fundamental. Permite sostener el proceso de estabilización y envía una señal política importante. Esa colaboración ayuda a consolidar la transición. La Argentina tiene buenos flujos —superávit comercial, superávit financiero, balance saneado del Banco Central—, pero carece de stock. Es decir, no tiene reservas suficientes. Como no accede aún al crédito internacional, debe usar los dólares que compra para pagar capital e intereses. Los países normales refinancian su deuda; la Argentina todavía no puede hacerlo.

—Trump también adelantó que podría comprar carne argentina para bajar los precios internos en Estados Unidos. ¿Hay una potencia real?

—Muchísima potencia. Cuando se analiza la estructura productiva, más allá de las diferencias de escala y productividad, la Argentina y Estados Unidos tienen perfiles similares: ambos producen alimentos, energía, acero y tecnología, aunque con estructuras distintas. Históricamente, la relación comercial fue conflictiva. Hemos tenido medidas antidumping por parte de Estados Unidos: con el acero, con la miel, con el aceite de soja. Siempre hubo trabas, especialmente en el sector agroalimentario. Basta recordar que a comienzos de este año la Secretaría de Agricultura norteamericana había dicho que «nunca comerían un kilo de carne argentina». Era un mercado cerrado.

Por eso, este cambio es relevante. Lo que está haciendo Trump es positivo, porque se enmarca en la negociación de un acuerdo de aranceles recíprocos. No conozco los detalles, pero podría implicar la apertura del mercado estadounidense para la carne argentina. Sería un paso enorme para un sector que ya demostró su capacidad exportadora. Durante el gobierno de Macri se logró, por ejemplo, una fuerte expansión de las exportaciones de carne a China, a partir de la habilitación sanitaria de los frigoríficos argentinos.

Si ahora se abre también el mercado americano —uno de los mayores consumidores de carne del mundo—, para la producción argentina será un antes y un después.

—¿Cuál es la recomendación para el vínculo comercial con China?

La Argentina tiene que mirar con atención a Asia. La demografía global empuja en esa dirección. Asia y África serán, en las próximas décadas, los grandes polos de crecimiento demográfico y, por lo tanto, los principales demandantes de alimentos y energía. En ese marco, la Argentina debería avanzar, en algún momento, hacia un acuerdo comercial con China. Por un lado, para reducir aranceles en muchos productos y poder competir en mejores condiciones, por ejemplo, con el vino chileno, que hoy ingresa sin aranceles a China, mientras que el vino argentino paga derechos de importación. Y, por otro, para fijar ciertas líneas rojas frente a productos chinos que, por su política de subsidios —en especial en sectores como el acero—, pueden afectar el entramado industrial argentino.

—En un contexto de tensión global entre Estados Unidos y China, ¿cómo debería posicionarse la Argentina para no quedar atrapada en esa disputa?

—Con equilibrio. La Argentina necesita una política clara, que combine un alineamiento geopolítico en materia de defensa, seguridad e inversiones con sus aliados occidentales —Estados Unidos, Europa e Israel— y, al mismo tiempo, una política de acuerdos comerciales con los países asiáticos, porque allí está el mercado. En Asia está China, y ese equilibrio hay que saber gestionarlo.

—¿Cómo evalúa la calidad política del gobierno y su capacidad para sostener consensos?

—El desafío de esta segunda etapa del primer mandato es dar señales más profundas de acuerdo con los aliados, porque la agenda legislativa de reformas estructurales que necesita la Argentina para mejorar la competitividad es muy exigente. En esta nueva fase el gobierno deberá tejer acuerdos más duraderos y firmes con los espacios que lo acompañaron y apoyaron la mayoría de las leyes.

El primer test de ese compromiso político, en especial con los gobernadores aliados —más de una docena comparten esta agenda reformista de estabilidad macro, integración internacional y mejora de la competitividad—, será la aprobación del Presupuesto 2026.

Comparto el rumbo económico que está tomando el gobierno. Cuando se construye un nuevo régimen económico, no hay un manual que indique cómo hacerlo; hay que tener pragmatismo, y este gobierno lo ha tenido.

—¿Qué condiciones políticas y económicas deberían darse para que la Argentina salga del ciclo de crisis y logre un período sostenido de desarrollo?

—El país atraviesa un cambio estructural que la política todavía no termina de dimensionar. Tener estos cuatro ecosistemas globales —agropecuario, energético, minero y tecnológico— cambia el eje de la discusión de economía política. Durante décadas, la Argentina vivió atrapada en una discusión estéril entre economía cerrada y economía abierta. Esa tensión se daba porque el agro era el único gran sector integrado al mundo, mientras que el resto del aparato productivo estaba orientado al mercado interno y presionaba por regulaciones protectoras.

Por eso el país necesita una economía integrada al mundo. Aquella vieja dicotomía que generó regulaciones y grupos de presión se está rompiendo. Estamos ante un cambio estructural profundo que exige acompañamiento legislativo para mejorar la competitividad. Sólo así podrá integrarse plenamente y acelerar el crecimiento sostenido en los próximos años.

—¿Cómo proyecta la economía argentina hacia 2026 y 2027?

—Si las reformas legislativas no avanzan con la fuerza necesaria, el crecimiento será más moderado. El año próximo podríamos crecer alrededor del 3%, impulsados por los cuatro grandes ecosistemas que hoy traccionan la economía. Cuantas más reformas se concreten, mayor será la tasa de crecimiento potencial.

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